jueves, junio 07, 2007

Hablar mal.

Por razones de una infortunada gripe debí permanecer en casa y en cama por algunos días - breves, afortunadamente - y ser testigo de un hecho que no podemos llamar singular puesto que me percaté que ocurre a diario, en varias versiones pero siempre con el mismo estilo.

Me refiero a esos malolientes y repugnantes programas de televisión en que un grupo de sujetos - de todos los sexos, incluidos hombres y mujeres - se sientan a hablar de la vida pública y privada de otras personas, hurgando en cada detalle: que si dijo o hizo esto o no dijo ni lo hizo y si lo dijo y lo hizo, cómo lo dijo y cómo lo hizo; a quien se lo dijo y con quien lo hizo. Lo que sea que dijo o hizo, no importa mucho, la cosa es tener tema............... o inventar uno.

Cuando joven una vez me dijo un cura del Colegio en donde estudiaba - Colegio de curas jesuitas - que la pornografía no consistía sólo en mostrar el acto sexual entre dos personas - por cierto el curita no había visto entonces las representaciones colectivas - sino en mostrar el detalle y en detalle el acto, en detenerse, en acercarse, en repetir. Por cierto, los programas - cuyos nombres no recuerdo - pero que eran de Chilevisión, de Canal 13 - siempre tan preocupado de la virtud -, de la Red - tan conservador y reaccionario - y de Mega - entre los extremos del siniestro cura Hasbún y las tetas de Morandé, como alguien, muy acertadamente, dijo por ahí -, me recordaron esa cualidad de la pornografía.

Noté que hay sujetos - periodistas incluidos - especializados en hablar sistemáticamente mal de las personas, en sacarle sus trapitos al sol, en seguirlos y perseguirlos (¿todos ellos no habrán hallado ningún trabajo decente?, me preguntaba)

Pero esta práctica, lamentablemente, no sólo se limita a los detestables programas faranduleros, sino también se ha instalado en la política, en donde la oposición parece creer que su rol consiste en hablar mal de todo lo que hace el Gobierno, con varias consecuencias muy enojosas, por cierto: primero, una enorme monotonía, que hace absolutamente penosa la audición de comentarios con intención política; segundo, que las críticas concretas, pertinentes y justificadas pierden todo su valor. Lo grave de esta especie de universal y casi automática maledicencia es que se desprende una efectiva e indeseada impunidad: como se espera que se hable mal, eso pierde valor, nadie lo toma en serio y los interesados continúan impertérritos, con una desdeñosa sonrisa en el rostro.

Asimismo, he notado que en los que están instalados en los partidos que apoyan Gobierno también está la práctica de hablar mal de los que no les gustan, de los que discrepan, de los que critican, cuando en un Estado civilizado - como presumimos que somos - esto es algo que no debe ni puede hacerse nunca. Se me dirá que tales usos han sido practicados desde hace muchos años; sí, pero eran abusos, abusos de poder y desde hace también varios años pareció que aquello había quedado definitivamente superado y descartado.

Sin embargo, lo del hablar mal de la vida pública es lo que menos me preocupa, primero porque es pública y segundo porque es la menos importante. Lo que sí me preocupa es la inmensa difusión de hablar mal de todo lo privado y de la vida privada de todas las personas y si hace diez años las publicaciones y programas especializados en ello eran prácticamente escasos, hoy los que se escapan de esa deleznable práctica son verdaderas excepciones y, peor aún, las veo disminuir con bastante rapidez. De hecho, el hablar mal de la vida privada de otros es por influjo de lo que se lee o de lo que escuche; se produce una especie de contagio. Muchos sujetos creen que el hacerlo es una prueba de inteligencia e ingenio, de agudeza mental, aunque en verdad suele ser todo lo contrario: indicio de inseguridad, pobreza mental e incluso resentimiento. Como dice José Ingenieros en su libro "El hombre mediocre", quienes piensan o creen que estimar a alguien, disminuye, que la indulgencia con el otro es flaqueza, que la admiración degrada, son, desafortunadamente, legión.

Por supuesto, esto vicia algo que es de suma importancia: la jerarquía de las estimaciones, la valorización justa de las personas, obras, acciones, instituciones.

Pero hay todavía una consecuencia más, la más peligrosa, la más estirilizante: el hablar mal lleva al pesimismo más profundo, al más grave, porque es un acto difuso, turbio, obscuro. El hablar mal se va depositando en las almas de las personas y va quedando la sensación de que todo es un asco, de que nada vale la pena, de que nadie y nada merece estimación, respeto, ni es merecedor de despertar nuestro entusiasmo (por cierto hay personas, cosas e instituciones que no se merecen estas actitudes de parte de los demás, pero son las menos)

Y cuando esa actitud se difunde en demasía cunde el desaliento, se piensa que no hay nada que hacer, que nada merece la pena, un esfuerzo, un sacrificio, un riesgo y se acepta resignada y calladamente todo. Entonces llegamos a pensar que se ha perdido todo sin haber luchado, sin haber siquiera haber sido vencidos más que por nuestra propia aceptación de este mal. Por supuesto, como el hablar mal es un negocio muy saneado en nuestra sociedad - aunque sea muy insano - cada vez más gente se suma a él. Así una red de desaliento y repulsión silenciosa va invadiendo a las personas, porque si todos son cretinos e indecentes – o ambas cosas, incluso - ¿en quien se puede confiar? ¿con quien se puede contar? Y peor aún ¿por qué esforzarnos en ser distintos?

Pese a lo dicho, tengo confianza en que los chilenos están verdaderamente convencidos que la realidad es valiosa y que el aplaudir al otro - cuando se lo merece - engrandece.

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