¿Mayores impuestos a los matrimonios o parejas con sólo un hijo o sin ellos?
Los últimos resultados de la encuesta Casen han traído consigo una inquietud nada despreciable por sus implicancias geopolíticas, económicas y sociales, a saber, que la tasa de natalidad en nuestro país podría estar situada por debajo del guarismo 1,9 – tasa de natalidad de Francia - que el INE calculó a partir de los datos obtenidos en el Censo Poblacional del año 2.002.
No obstante, el hecho que el número de hijos por familia en nuestro país haya disminuido en forma acelerada y, al parecer, sin posibilidad de retorno, es sólo un dato genérico que parece no inquietar a nadie, pese a que hoy en día las familias pobres e indigentes tienen un promedio de 1,8 hijos y, las no pobres, de sólo 1,2. Lo anterior significa, en los hechos, que el número de chilenos que nacen no serán suficientes para mantener siquiera la población actual y que en un plazo no mayor a 30 años nuestro país envejecerá hasta niveles que imposibiliten su actual tendencia al desarrollo y, en la práctica, lograrlo, puesto que cuando un país entra en una vorágine de envejecimiento tal que el grupo de personas mayores de 65 años tiene un aumento considerable y progresivo en relación con la progresiva reducción de personas menores de 15 años el efecto en los estándares de bienestar y desarrollo no es cosa menor ya que en el lapso de años a los que me he referido el tercio laboralmente activo de nuestro país deberá, necesariamente, sostener a los dos tercios inactivos.
Chile es un país pequeño poblacionalmente y con un potencial de desarrollo de grandes proyecciones y, por supuesto, la menor tasa de natalidad no es un factor necesariamente deseado por los jóvenes matrimonios - o parejas, como gusta llamarse a algunos -, sino el síntoma de un modelo económico que ha creado un estado casi permanente de desigualdad y de falta de verdaderas oportunidades; de un Estado más interesado en resolver los problemas de los empresarios que de atender verdaderamente las carencias y dificultades de los jóvenes para obtener una inserción laboral estable, postergando con ello la formación de familias y limitando el número de hijos; de una falta de previsión y planificación que se ha tornado casi endémica en nuestras autoridades y de un enceguecimiento a lo evidentemente catastrófico, porque es claro, muy claro, que dos generaciones de hijos únicos no estarán económicamente en posición de soportar la carga provisional de las personas mayores ni, personalmente, de estar al cuidado monetario, físico y afectivo de sus cuatro abuelos.
Pero el factor social o de oportunidades no es el único válido a la hora de considerar las razones de algunas parejas para no tener hijos y hay también en esa decisión una cuota no menor de egoísmo, en que la vida adulta sin hijos es percibida como si tuviera un significado y un propósito positivo, y como si estuviera llena de diversión y libertad. La vida con los hijos, por contraste, es vista llena de presiones y responsabilidades. Así, muchas parejas y matrimonios consideran que cuando deciden no tener hijos salen ganando, ya que pueden vivir mejor con menos dinero; tienen mayor libertad para viajar o para moverse; pueden entregarse a sus carreras profesionales y a sus obvies sin ningún sentimiento de culpa; tienen mayor libertad para hacer y decir lo que sienten; duermen más; evitan la posibilidad de un fracaso, ya que alegan que las separaciones son precisamente más frecuentes en las parejas con hijos y, lo más importante, disfrutan de mayor intimidad con sus compañeros/as. Evidentemente, esto no quiere decir que la mayoría de las parejas jóvenes rechacen tener hijos, pero existe una percepción cada vez mayor de agitación a la hora de adquirir las responsabilidades de la paternidad. Por supuesto que nunca ha sido fácil criar a los hijos, pero hay buenas razones por las que un número creciente de padres sienten que aumenta la presión.
Las consecuencias de esta tendencia de baja natalidad tendrá, además de lo ya señalado precedentemente, el efecto de que en 30 años más no habrá mano de obra suficiente para realizar tareas que hoy nos parecen triviales y tendremos que permitir un flujo aún mayor de inmigrantes para poder continuar realizando nuestras actividades económicas.
Lamentablemente, la tendencia actual no parece ser posible de revertir y por ello, junto con establecer políticas públicas destinadas a incentivar la procreación no parece estar lejos la posibilidad de que a los matrimonios y parejas con sólo un hijo o sin ellos se le cobren mayores impuestos para compensar el grave desequilibrio que se nos vendrá encima.
No obstante, el hecho que el número de hijos por familia en nuestro país haya disminuido en forma acelerada y, al parecer, sin posibilidad de retorno, es sólo un dato genérico que parece no inquietar a nadie, pese a que hoy en día las familias pobres e indigentes tienen un promedio de 1,8 hijos y, las no pobres, de sólo 1,2. Lo anterior significa, en los hechos, que el número de chilenos que nacen no serán suficientes para mantener siquiera la población actual y que en un plazo no mayor a 30 años nuestro país envejecerá hasta niveles que imposibiliten su actual tendencia al desarrollo y, en la práctica, lograrlo, puesto que cuando un país entra en una vorágine de envejecimiento tal que el grupo de personas mayores de 65 años tiene un aumento considerable y progresivo en relación con la progresiva reducción de personas menores de 15 años el efecto en los estándares de bienestar y desarrollo no es cosa menor ya que en el lapso de años a los que me he referido el tercio laboralmente activo de nuestro país deberá, necesariamente, sostener a los dos tercios inactivos.
Chile es un país pequeño poblacionalmente y con un potencial de desarrollo de grandes proyecciones y, por supuesto, la menor tasa de natalidad no es un factor necesariamente deseado por los jóvenes matrimonios - o parejas, como gusta llamarse a algunos -, sino el síntoma de un modelo económico que ha creado un estado casi permanente de desigualdad y de falta de verdaderas oportunidades; de un Estado más interesado en resolver los problemas de los empresarios que de atender verdaderamente las carencias y dificultades de los jóvenes para obtener una inserción laboral estable, postergando con ello la formación de familias y limitando el número de hijos; de una falta de previsión y planificación que se ha tornado casi endémica en nuestras autoridades y de un enceguecimiento a lo evidentemente catastrófico, porque es claro, muy claro, que dos generaciones de hijos únicos no estarán económicamente en posición de soportar la carga provisional de las personas mayores ni, personalmente, de estar al cuidado monetario, físico y afectivo de sus cuatro abuelos.
Pero el factor social o de oportunidades no es el único válido a la hora de considerar las razones de algunas parejas para no tener hijos y hay también en esa decisión una cuota no menor de egoísmo, en que la vida adulta sin hijos es percibida como si tuviera un significado y un propósito positivo, y como si estuviera llena de diversión y libertad. La vida con los hijos, por contraste, es vista llena de presiones y responsabilidades. Así, muchas parejas y matrimonios consideran que cuando deciden no tener hijos salen ganando, ya que pueden vivir mejor con menos dinero; tienen mayor libertad para viajar o para moverse; pueden entregarse a sus carreras profesionales y a sus obvies sin ningún sentimiento de culpa; tienen mayor libertad para hacer y decir lo que sienten; duermen más; evitan la posibilidad de un fracaso, ya que alegan que las separaciones son precisamente más frecuentes en las parejas con hijos y, lo más importante, disfrutan de mayor intimidad con sus compañeros/as. Evidentemente, esto no quiere decir que la mayoría de las parejas jóvenes rechacen tener hijos, pero existe una percepción cada vez mayor de agitación a la hora de adquirir las responsabilidades de la paternidad. Por supuesto que nunca ha sido fácil criar a los hijos, pero hay buenas razones por las que un número creciente de padres sienten que aumenta la presión.
Las consecuencias de esta tendencia de baja natalidad tendrá, además de lo ya señalado precedentemente, el efecto de que en 30 años más no habrá mano de obra suficiente para realizar tareas que hoy nos parecen triviales y tendremos que permitir un flujo aún mayor de inmigrantes para poder continuar realizando nuestras actividades económicas.
Lamentablemente, la tendencia actual no parece ser posible de revertir y por ello, junto con establecer políticas públicas destinadas a incentivar la procreación no parece estar lejos la posibilidad de que a los matrimonios y parejas con sólo un hijo o sin ellos se le cobren mayores impuestos para compensar el grave desequilibrio que se nos vendrá encima.
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