lunes, enero 07, 2008

En el marco de nuestra frenética chilenidad, con la próxima muerte ¿le cambiaremos el nombre al país?

Leía el sábado en la Revista de ese día de El Mercurio, en un artículo firmado por Alfredo Sepúlveda (¿?) lo siguiente: Adiós a J.M. con él se cierra una época: la de los señores que se saludaban sacándose el sombrero y discutían en las sobremesas sin llegar a las manos. Una forma perdida y un tanto arcaica de civilidad, una clase de varones chilenos que, al menos en las formas, parecía estar en una dimensión paralela a la política, al sexo y al rock and roll: las grandes pasiones que formaron al Chile de hoy.
Desconozco el ámbito social en el cual se desenvuelve el Sr. Sepúlveda, pero es evidente que discutir sin armar una batahola, sacar cuchillo o destrozar el barrio son para él prácticas anacrónicas. También me parece, por decir lo menos, que me parece una ofensa gratuita, para muchas y muchos, afirmar que con la muerte de Julio Martínez poco menos que se acaban las personas educadas en nuestro país.
No obstante, creo que los dichos de Sepúlveda son, como suele suceder, culpa del maldito afrecho ese, pues se enmarcan en una suerte de sello nacional a la hora de determinados acontecimientos, cual es la de comportarse a toda costa de manera políticamente correcta y absolutamente frenética, queriendo pintar lo que se ponga por delante con el nombre del personaje conocido, ya fallecido o exaltado.
Sucedió con Alberto Hurtado: cuando adquirió la calidad de santo, nuestras autoridades comunales, provinciales, regionales y nacionales se atropellaban por colocarle su nombre a lo que tuviesen por delante, en levantarle cuanto monumento fuese posible: hasta una Estación de nuestro malhadado Metro lleva su nombre.
Murió el papa Juan Pablo II y ¿qué sucedió? ¡¡lo mismo!!
No voy a discutir si los personajes anteriores tenían o no mérito para ello y si los tenían ¡¡bien!!, pero ¿es necesario tamaño frenesí?
Ahora, con la muerte de Martínez, una vez más nos vemos enfrentados a esta fiebre colectiva, a esta compulsión general de querer centrar en un personaje un culto sobrecogedor y rayano en el paganismo.
Aclaro que no me disgustaba Julio Martínez, pero tampoco solía escucharlo pues me cansaba su oratoria patriotera, llena de lugares comunes y de frases insulsas, que hoy adquieren el carácter de memorables en virtud de su muerte, puesto que en un país como el nuestro, tan escaso de grandes tribunos y oradores, cualquier facundo mueve al asombro.
Me entero que el Estadio Santa Laura llevará su nombre, lo cual no me parece mal pues pertenece al Club Unión Española, que puede hacer lo que se le antoje con lo que es suyo, y entiendo que Martínez era socio del club – o, en virtud de esa forma paralela de vivir, que implica en el fondo no comprometerse con nada y que tanto parece gustarle a Sepúlveda, ¿sólo era hincha? -, pero ¿¡ponerle su nombre al Estadio Nacional!?
Como no soy entendido en el tema ¿me podría decir, me podría ilustrar alguien, por ventura, qué hizo Julio Martínez por el deporte nacional, aparte de relatar y comentar partidos de fútbol, para hacerse merecedor de tamaño homenaje? No pido mucho: un dato, una obra, un proyecto, lo que sea me basta.
Pienso que, como país, simplemente nos estamos volviendo locos y nos tragamos felices todas estas bobadas, mientras nos mostramos incapaces de exigir un sistema de transporte digno o de exigir que Carabineros se comporte como policía y no como fuerza militar de ocupación en nuestras ciudades y campos, por ejemplo.
Lamentablemente, estoy convencido que esta escalada de locura y frenesí sin tasa ni medida seguirá y por eso, mañana, cuando muera Don Francisco y ya no quede nada nuevo que bautizar, ¿le cambiaremos el nombre al país?

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